viernes, 18 de abril de 2014

Los gatos también se mueren. (A Mini).

   Hace unos 15 minutos he metido a mi gata Mini en una caja de cartón y la he llevado a la bodega, para que pase ahí la noche. Mi gata Mini está muerta, los últimos días parecía estar enferma. Esta noche he visto cómo se ahogaba en su propia sangre entre estremecientos y convulsiones. Esta noche me ha nacido una bola de barro en las vísceras. Esta noche he visto que morir tiene muy poco de romántico. Que morir es aguijones. Que morir es el horror de Conrad. 

  Ayer se murió Gabriel García Márquez y existen cientos de palabras que se les ha dedicado por compromiso y admiración. Gabriel García Márquez ya casi no se acordaba de su nombre. Gabriel García Márquez tenía 87 años y tenía cáncer. Es casi un poco anodino, si lo piensas, morirse así. Carece de heroismo, tiene muy poco de eternidad. "Se murió olvidado de sí mismo, se murió como un 60% de la población occidental". La gente se muere con mucho más realismo que magia.

   El miércoles enterraron a una mujer en Benavente. Fue poca gente a la iglesia.  Explica mi abuela que es porque era roja. Roja de verdad. Roja luchadora. Roja de cárcel. Su pareja no tenía dinero para llenar el espacio de grandes coronas de flores. Depositó sobre el ataúd un cesto con frutas que había recogido. Es difícil amar en la muerte de una manera más intensa que esa. 

   El sábado pasado murió mi tía abuela después de un cáncer de páncreas que la devoró entera. Tenía 78 años. Pasé ese día y el siguiente en el tanatorio, hasta que la llevaron a la glesia, que se llenó, y le llovieron coronas, y la gente pasó por el tanatorio y me abrazó y me besó hasta que se borró el maquillaje, se desgastaron las mejillas, y se me acobardó la respiración. Al final, la pequeña sala se convirtió en una especie de guateque de señoras con permanente. En ningún momento quise estar cerca del ataúd. El ataúd me hace pensar en lo que pesa un cadáver después de la muerte. Me produce claustrofobia. Morir no tiene nada de cerrarse. Morir siempre ha sido la expansión. Es la vida la que constriñe.

  Mi gata Mini se ha muerto esta noche ahogada en su propia sangre. Es lo más horrible que he visto nunca. Es el cuerpo convulsionándose. Es el cuerpo estremecido. Es el cuerpo y el peso muerto. No soy capaz de quitarme de la cabeza eso. Los crujidos de la noche me recuerdan a ti, pienso. Pero voy a calmarme. Montaré un enorme velatorio esta noche y, así, todo el que quiera podrá venir a hablar de su pelo blanco y negro, a escribir sobre los ojos verdes y redondos, a dejar fruta sobre su tumba, a quitarme el maquillaje, a erosionarme las mejillas.  Y a que abramos juntos la caja de cartón.

lunes, 14 de mayo de 2012

El cíclo artúrico


Yo que desdento las semanas y enhorco días, 
me voy a desmembrar en los meses y a hilvanar en los años.

Llámenme generación perdida. 




domingo, 25 de marzo de 2012

Felipe I, el Intruso.

El tumor de mi padre se llama Felipe. Felipe I el Intruso, le digo. Es broma, comento y reímos con risa de lata. Enltada en lata de Campbel, en lata colorida, en lata de primavera delatada en su adelanto. Primavera enferma: no es tiempo para que abran, para enseñar tripas y que se sequen al sol. Le abrirán la piel a mi padre, la tela fina que nos protejo del mundo, se la abrirán y extraerán el órgano, y el órgano lo pondremos en una iglesia, en una altar en un pequeño mauseleo, para adorarle, a Felipe I, el Intruso, para decirle: estás mejor, mucho mejor fuera que dentro. Vade retro. Quieto ahí. Y si quieres volver, avisa. Pero es que él, incluso malvado, él arañándonos la vida a mi padre y a mí y a mi madre - con esos ojos, y esas garras que tiene qu etener en alguna parte, ese olor mar y muerte de su aliento de cangrejo -. es todavía parte de nosotros, es algo que está aquí, es el tío que nadie quiere, la vieja vecina loca, el amigo drogata, el realismo sucio, y no vale sólo con extirparlo, no vale con contar batallitas, no vale con llamadas de teléfono y con asegurarle al perfecto desconocido que escucha tu historia que las cosas van estar bien, porque no están bien, no con Felipe aquí, que s eha cosido a nuestra vida como un tatuaje doloroso y feo. Absurda historia teatral la de Felipe, cuyo noombre no tiene sentido, pudiendo haber sido Alfredo, o Tomas o Enrique. Quizá sea una maligno monárquico, quizá sea falangista, quizá s ala Triple Entente esperando el ataque, quizá todo el amor que le ha faltado a mi padre, quizá sea sólo sucio en las ecografías.... ojalá, ¿no?, que sea sucio, un borrón, una mancha... que cuando abran se deshaga... como una pompa.... que explote... que sea vómito hecho con sopa de guisantes... que sea, que sé yo, que sea cualquier otra cosa, pero que no sea un fantasma entre nosotros, que no sea algo tan nuestro, que no tenga nombre... algo que no guardemos en una lata.... que no sea Felipe, , príncipe de bella durmiente, arcaico, doliente, trágico.... Felipe, intruso: rey tirano...

miércoles, 22 de febrero de 2012

Nietzsche y Cervantes.

Si Nietzsche y Cervantes se hubiesen encontrado en un café jamás hubiesen sido amigos. El uno rendido y el otro vencido, hubiesen sido esa clase de individuos que se hubiesen ignorando entre ellos como les ignoraban sus contemporáneas. Don Miguel se hubiese mantenido absorto, leyendo sus novelas desfasadas, y Nietzsche hubiese vociferado absenta en mano en una esquina de la barra. Si Nietzsche y Cervantes se hubiesen conocido, tendría sentido aplicar al Quijote el término nihilista, pero ahora sólo podemos decir que al final, don Alonso Quijano, se agotó, se cansó, se desgastaron sus sueños y sin sueños se quedó sin vida. Pero eso, eso exactamente, eso no es ser nihilista, claro que no. Si Nietzsche y Cervantes hubiesen compartido camino, no hubiesen llegado nunca a su destino. Se habrían perdido en algún burdel, uno con toda su buena fe, otro con todas sus ansias, y a continuación se hubiesen emborrachado antes de coserse el rostro con puñales. Si Nietzsche y Cervantes fuesen homosexuales se habrían enamorado el uno de lo otro. Friedrich del constante drama en que su compañero – su amigo, su amante – estaba metido, de su abnegada lucha, de su supervivencia lastrada. Se habría enamorado del superhombre anacrónico y habría abandonado sus desiertos y sus camellos, sus leones y sus niños. Y el otro, el español, habría dejado vencer su otro brazo, habría dejado sus plumas, habría dejado a su mujer, a sus hija, a sus hermanas, a su vida llena de patrañas, triste, falta de reconocimiento, seca como las venas de España. Habría dejado los sueños, los caballeros, los escuderos y hubiese hecho de sus gigantes, molinos de viento.

lunes, 6 de febrero de 2012

Cangrejos de río en verano

Pienso en cangrejos de río. Creo que es porque la casa huele a tomate frito, pero no lo sé. Pienso en cangrejos de río y en mi abuelo, y en cómo las tardes de julio las pasábamos junto a las acequias, cogiendo cangrejos. Rojo, me gustaba colgármelos del jersey, hasta que un día me pellizcó uno y me hizo sangre. Dejé entonces de ir a coger cangrejos de río con mi abuelo, aunque siempre íbamos a buscar setas de cardo y a ver el vuelo bajo de las avutardas.
Pienso en contarle a alguien a esto, pero no hay nadie disponible. Están los de exámenes, están los amigos distantes, y los amores estos que me ha dado por coleccionar. Uno no entendería el poder evocador de los olores e intentaría racionalizarlo, tendría que explicárselo todo, hasta que lo entendiera, y entonces ya no tendría sentido que seguir hablando. El otro, llevaría la broma hasta el extremo y tendría que pedirle que parase, que se agotó la gracia. Luego, quedaríamos para vernos en la cama. Supongo que mañana. El tercero, citaría algún poema de un poeta postista desconocido y terminaríamos hablando de amor y literatura, enamorándonos de lo que no somos ni queremos ser.
Quizá, pienso, de nuevo recordando los cielos azules del verano y los cangrejos en cazuela de barro, quizá aquel hombre que me pedía labios por baqueta, quizá, hubiese sabido apreciarlo. Quizá, una canción en mi nombre, llamada Cangrejos de río en verano.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Estafa piramidal

Adela Larra recibe la carta de su hermana Baldomera poco después de desayunar. Se encuentra aún en el vestidor, dudando entre el modelo rosa o el blanco y jugando, despistada, con uno de sus tirabuzones. Abre el lacre sin ganas, consciente de que su hermana vuelve a escribir para llorar por su ausencia. Que por qué te fuiste, Ade, porqué me dejaste aquí, con los niños y sin Carlos, vuelve Ade, vuelve, que a mí las cosas ahora me van bien y podemos tirar las dos, y hacer que Luis Marino entre en razón, Ade. Por supuesto, no le hace caso: Adela Larra, que vio como la sangre de su padre salpicaba un espejo, sabe que en España para ella, las cosas nunca irán bien. Quizá lo fueron en un tiempo, cuando compartía clandestinidad y cama con el italiano que quiso gobernar las ruinas de España. Quizá, entonces, durante aquellos dos años, la vida había sido bondadosa con ella, pero no demasiado. Hermosa, sí, nunca había encontrado a nadie que la amara, nadie que comprendiera ese drama interino y uterino que tenía, ese romanticismo genéticamente heredado, ese pasado que no dejaba nunca lo suficientemente atrás. Incluso ahora, lejos de casa, lejos del mundo, lejos de la vida de pueblo grande de Madrid, era difícil encontrar a alguien que no supiera de su historia. Suspira y se sienta en el diván todaia en enaguas, empieza leyendo la carta, “Ahora más que nunca, deberías estar aquí, querida hermana”, qué afectada esta Baldo, piensa. Compensó su falta de belleza con un personalidad chisposa, siempre así, siempre dando alegría y fuerza a una familia que desde aquel febrero del 37 tenía agujeros y ausencia por todas partes, como una alfombra apolillada. Pero Adela notaba algo triste en las preguntas sobre Venezuela, sobre la gente, sobre su vida de querida de criollos, de, irónicamente, prostituta exótica. Quizá el negocio le iba mal, como todo en Madrid, en donde la guerra de Cuba iba mal, los carlistas iba mal, los gobiernos iban mal. Pero lo que decía la carta piensa Adela mientras grita a su criada que le ayude a vestirse deprisa, no implica mal sino peor. Mucho peor.

Había estado varias veces en casa del embajador, en fiestas, de acompañante o de invitada, coqueteando con gente rica e influyente que alababan su sonrisa tonta y su perfil aristocrático. En aquellos bailes ostentosos jamás había pasado del salón, y siempre había mirado de reojo los pasillos de la casa como un laberinto de maravillas, repleto de muebles elegantes y de habitaciones lujosas. Pero ahora la casa parecía una tortura, ahora el despacho de teca del embajador una jaula de grillos, y el papel de Baldomera una sentencia de muerte. Baldo, su Baldo, ¡su pobre Baldo! en la cárcel. El embajador le explica paciente el delito de su hermana, famoso en todos los periódicos de Madrid y del resto de Europa – igual que ella había llenado los odios de la capital y del Piamonte- y ella oía, más devota que nunca, la historia de la Caja de Imposiciones que su hermana había creado, recibiendo y dando dinero que no existía, que pasaba por su manos como agua. Al parecer alguien quiso sacar lo que tenía pero no existía ese dinero, ese dinero se devasnecía, no había tanto, no podía haber tanto porque Baldo se lo había dado a otros, y algo se había quedado Baldo. ¡Ay Baldo! Quién te mandó volverte banquera. Y ahora ahí estaba, ella, con sus cuatro criaturas, con su marido huido, con su labia y con su manera, en la cárcel inmunda de Madrid, con las putas y las rateras. Ay, su hermana, su hermanita pequeña.

El embajador le tiende un pañuelo y ella se seca las lágrimas. No le importa, porque salió sin empolvarse, y no se le ha cuarteado el maquillaje. No le importa nada, en realidad, sólo piensa en Baldo, en su figura obesa y su pelo negro y acaracolado. Quizá se lo corten cuando entre prisión, quizá debería volver a Madrid, a cuidar de su hermana, a visitarla entre rejas, a dar de comer a sus sobrinos. Uno tiene 17, pero los otros tres no pasan de los 13 años. El embajador, que conoce la determinación romántica de algunas mujeres niega con la cabeza y le aconseja paciencia y calma, palabra de perro viejo que ha sobrevido a cinco cambios políticos.

Él sabe que en casa ya no hay sitio para ellos. Están solos en aquella ciudad que les odia y les envidia al tiempo. Una soledad que podría paliar con Adela en su cama, a cambio de un engañarla durante meses, años, diciendo que puede ayudarle a salvar a su hermana. Y sin embargo, conociendo la historia de su belleza trágica, decide simplemente tenderle su pañuelo y su mano.




Delicas al Día, Noviembre de 2011

domingo, 13 de noviembre de 2011

práctica 4

Ahí entre las colinas azules hay un castillo de muros verdes. ¿Véis la luz colándose entre las ruinas? Hoy el cielo está claro, tan claro como aquella noche en que ardieron las vigas de madera. Bajo el musgo se ve la piedra ennegrecida en grandes pendones oscuros. Cuentan que tardó una semana en apagarse y que aún después de meses se podía encontrar rescoldos ardientes bajos las cenizas. En su tiempo, fue un palacio glorioso, enorme, brillante, con grandes estandartes del marquesado, con 100 sirvientes y con la devoción del pueblo hacia todos sus señores. Hacia todos excepto el último, cuya arrogancia le llevó al drama. ¿Véis aquella ventana sin arco? A través de ella le vieron quemarse entre las llamas reconcomido por la conciencia. Su esposa pudo escapar, pero él ardió con todas las telas, con todos sus muebles y todos sus fantasmas.

En los pueblos cuentan que precisamente fue un espíritu el que le llevó a la desesperación, la presencia de una mujer que murió en el castillo por su falta de caridad le atormentó de tal manera que decidió terminar con aquel mal. Nadie lo creía hasta que se encontró un viejo manuscrito entre los muros de una villa toscana. Narraba la historia de un viejo comerciante de Florencia, que interesado en comprar el castillo, fue a visitarlo. Sin embargo, cuenta con la pluma casi agotada y el pulso cimbreante, que durante la noche sintió la extraña presencia de una mujer que se levantaba de un lecho de paja, caí, se volvía a levantar y moría poco antes de llegar a la salida de la estancia. Después de eso ya no se entiende, pero se supone que le contó al dueño y que realmente huyó despavorido. También se han oído historias así entre los joyeros de Amberes y los empresarios alemanes, todos sitúan el castillo en una zona montañosa y todos se sorprendieron al saber el fin que había tenido tan bello edificio. Algunos han investigado sobre ello. ¿Veis el arco de medio punta roto mirando a poniente? Se conservan algunas arquivoltas escamadas, un poco tintadas en escarlata. Contó un viejo montañés que allí llegó una pordiosera una noche heladora de invierno. Temblorosa y enferma, el ama de llaves se apiadó de ella y la acomodó en una de las estancias del palacio sobre un lecho de paja. Allí descansó hasta que el marqués, de vuelta de su caza por los bosques cercanos (mala época aquella, había dejado escapar dos ciervos y un jabato), la echó de su reposo, y aún viéndola caer y levantarse entre dolores, no le ayudó ni en su última caída. Me gusta pensar que no dejar descansar al arrogante marqués fue una buena venganza. Sin embargo, aquella locura, ¿a qué se debía? Intentad imaginar su circunstancia, desesperado por vender su palacio, acuciado por las deudas y con un fantasma en el castillo. Ahora, dicen los que se acercan en la noche, se oyen voces en la oscuridad y entre aquellas ventanas se ve una luz que late, que va creciendo como un fuego que devora los fantasmas sucios de las ruinas.