sábado, 19 de noviembre de 2011

Estafa piramidal

Adela Larra recibe la carta de su hermana Baldomera poco después de desayunar. Se encuentra aún en el vestidor, dudando entre el modelo rosa o el blanco y jugando, despistada, con uno de sus tirabuzones. Abre el lacre sin ganas, consciente de que su hermana vuelve a escribir para llorar por su ausencia. Que por qué te fuiste, Ade, porqué me dejaste aquí, con los niños y sin Carlos, vuelve Ade, vuelve, que a mí las cosas ahora me van bien y podemos tirar las dos, y hacer que Luis Marino entre en razón, Ade. Por supuesto, no le hace caso: Adela Larra, que vio como la sangre de su padre salpicaba un espejo, sabe que en España para ella, las cosas nunca irán bien. Quizá lo fueron en un tiempo, cuando compartía clandestinidad y cama con el italiano que quiso gobernar las ruinas de España. Quizá, entonces, durante aquellos dos años, la vida había sido bondadosa con ella, pero no demasiado. Hermosa, sí, nunca había encontrado a nadie que la amara, nadie que comprendiera ese drama interino y uterino que tenía, ese romanticismo genéticamente heredado, ese pasado que no dejaba nunca lo suficientemente atrás. Incluso ahora, lejos de casa, lejos del mundo, lejos de la vida de pueblo grande de Madrid, era difícil encontrar a alguien que no supiera de su historia. Suspira y se sienta en el diván todaia en enaguas, empieza leyendo la carta, “Ahora más que nunca, deberías estar aquí, querida hermana”, qué afectada esta Baldo, piensa. Compensó su falta de belleza con un personalidad chisposa, siempre así, siempre dando alegría y fuerza a una familia que desde aquel febrero del 37 tenía agujeros y ausencia por todas partes, como una alfombra apolillada. Pero Adela notaba algo triste en las preguntas sobre Venezuela, sobre la gente, sobre su vida de querida de criollos, de, irónicamente, prostituta exótica. Quizá el negocio le iba mal, como todo en Madrid, en donde la guerra de Cuba iba mal, los carlistas iba mal, los gobiernos iban mal. Pero lo que decía la carta piensa Adela mientras grita a su criada que le ayude a vestirse deprisa, no implica mal sino peor. Mucho peor.

Había estado varias veces en casa del embajador, en fiestas, de acompañante o de invitada, coqueteando con gente rica e influyente que alababan su sonrisa tonta y su perfil aristocrático. En aquellos bailes ostentosos jamás había pasado del salón, y siempre había mirado de reojo los pasillos de la casa como un laberinto de maravillas, repleto de muebles elegantes y de habitaciones lujosas. Pero ahora la casa parecía una tortura, ahora el despacho de teca del embajador una jaula de grillos, y el papel de Baldomera una sentencia de muerte. Baldo, su Baldo, ¡su pobre Baldo! en la cárcel. El embajador le explica paciente el delito de su hermana, famoso en todos los periódicos de Madrid y del resto de Europa – igual que ella había llenado los odios de la capital y del Piamonte- y ella oía, más devota que nunca, la historia de la Caja de Imposiciones que su hermana había creado, recibiendo y dando dinero que no existía, que pasaba por su manos como agua. Al parecer alguien quiso sacar lo que tenía pero no existía ese dinero, ese dinero se devasnecía, no había tanto, no podía haber tanto porque Baldo se lo había dado a otros, y algo se había quedado Baldo. ¡Ay Baldo! Quién te mandó volverte banquera. Y ahora ahí estaba, ella, con sus cuatro criaturas, con su marido huido, con su labia y con su manera, en la cárcel inmunda de Madrid, con las putas y las rateras. Ay, su hermana, su hermanita pequeña.

El embajador le tiende un pañuelo y ella se seca las lágrimas. No le importa, porque salió sin empolvarse, y no se le ha cuarteado el maquillaje. No le importa nada, en realidad, sólo piensa en Baldo, en su figura obesa y su pelo negro y acaracolado. Quizá se lo corten cuando entre prisión, quizá debería volver a Madrid, a cuidar de su hermana, a visitarla entre rejas, a dar de comer a sus sobrinos. Uno tiene 17, pero los otros tres no pasan de los 13 años. El embajador, que conoce la determinación romántica de algunas mujeres niega con la cabeza y le aconseja paciencia y calma, palabra de perro viejo que ha sobrevido a cinco cambios políticos.

Él sabe que en casa ya no hay sitio para ellos. Están solos en aquella ciudad que les odia y les envidia al tiempo. Una soledad que podría paliar con Adela en su cama, a cambio de un engañarla durante meses, años, diciendo que puede ayudarle a salvar a su hermana. Y sin embargo, conociendo la historia de su belleza trágica, decide simplemente tenderle su pañuelo y su mano.




Delicas al Día, Noviembre de 2011

domingo, 13 de noviembre de 2011

práctica 4

Ahí entre las colinas azules hay un castillo de muros verdes. ¿Véis la luz colándose entre las ruinas? Hoy el cielo está claro, tan claro como aquella noche en que ardieron las vigas de madera. Bajo el musgo se ve la piedra ennegrecida en grandes pendones oscuros. Cuentan que tardó una semana en apagarse y que aún después de meses se podía encontrar rescoldos ardientes bajos las cenizas. En su tiempo, fue un palacio glorioso, enorme, brillante, con grandes estandartes del marquesado, con 100 sirvientes y con la devoción del pueblo hacia todos sus señores. Hacia todos excepto el último, cuya arrogancia le llevó al drama. ¿Véis aquella ventana sin arco? A través de ella le vieron quemarse entre las llamas reconcomido por la conciencia. Su esposa pudo escapar, pero él ardió con todas las telas, con todos sus muebles y todos sus fantasmas.

En los pueblos cuentan que precisamente fue un espíritu el que le llevó a la desesperación, la presencia de una mujer que murió en el castillo por su falta de caridad le atormentó de tal manera que decidió terminar con aquel mal. Nadie lo creía hasta que se encontró un viejo manuscrito entre los muros de una villa toscana. Narraba la historia de un viejo comerciante de Florencia, que interesado en comprar el castillo, fue a visitarlo. Sin embargo, cuenta con la pluma casi agotada y el pulso cimbreante, que durante la noche sintió la extraña presencia de una mujer que se levantaba de un lecho de paja, caí, se volvía a levantar y moría poco antes de llegar a la salida de la estancia. Después de eso ya no se entiende, pero se supone que le contó al dueño y que realmente huyó despavorido. También se han oído historias así entre los joyeros de Amberes y los empresarios alemanes, todos sitúan el castillo en una zona montañosa y todos se sorprendieron al saber el fin que había tenido tan bello edificio. Algunos han investigado sobre ello. ¿Veis el arco de medio punta roto mirando a poniente? Se conservan algunas arquivoltas escamadas, un poco tintadas en escarlata. Contó un viejo montañés que allí llegó una pordiosera una noche heladora de invierno. Temblorosa y enferma, el ama de llaves se apiadó de ella y la acomodó en una de las estancias del palacio sobre un lecho de paja. Allí descansó hasta que el marqués, de vuelta de su caza por los bosques cercanos (mala época aquella, había dejado escapar dos ciervos y un jabato), la echó de su reposo, y aún viéndola caer y levantarse entre dolores, no le ayudó ni en su última caída. Me gusta pensar que no dejar descansar al arrogante marqués fue una buena venganza. Sin embargo, aquella locura, ¿a qué se debía? Intentad imaginar su circunstancia, desesperado por vender su palacio, acuciado por las deudas y con un fantasma en el castillo. Ahora, dicen los que se acercan en la noche, se oyen voces en la oscuridad y entre aquellas ventanas se ve una luz que late, que va creciendo como un fuego que devora los fantasmas sucios de las ruinas.

miércoles, 16 de marzo de 2011

vísceras

Cuidado con la visceralidad, querida. Cuidado, cuidado con los gritos y con los llantos, con las irsas y los insutltos. Cuidado, querida, con dejarte llevar por la sangre por el borbotón, por el vértigo. El vértigo marea, y no hay marea que no tenga resaca. Ah, resaca es una palabra que huele a domingo por la mañana, a agua pasada. Yo me emborraché con licores caros, con champán francés, con besos en los labios y con la coca, y la heroína y el tabaco que fumas después de desnudarnos. Luego vino el vértigo, la caída, el mareo, la resaca. Dentro de mí hay un pequeño enjambre de abejas que hacen vibrar los dedos cuando toco tu espalda, y me zumban las venas cuando hace calor. Y sudo con ese sudor que parece miel, que brillla y que pega. Nunca lo había dicho, pero desde que respiro por la piel he olvidado respirar por la boca y me ahogo. ¿Comprendes lo que digo? Sí. No. Puede. Hace tiempo que dejé a un lado las respuestas absolutas. Lo absoluto es para aquellos que tienen la certeza de vivir. Y yo no tengo eso. Tengo otra cosa. No es mejor ni peor, simplemente es diferente. Es mi versión terrenal del polvo de estrellas. Es polvo del camino: de subir, bajar, caer, caminar etapa tras etapa y dormir sobre la tierra seca. El que se te pega a la piel y te la cuartea. El que te inunda los pulmones y te impide andar más deprisa hasta que te acostumbras. Y la costumbre ya no es visceral, querida; el polvo de estrellas lo es.

lunes, 17 de enero de 2011

Grandpa.

Que se callen todos los verbos en pasado. No quiero oir pretéritos que hablen de él.