miércoles, 16 de marzo de 2011

vísceras

Cuidado con la visceralidad, querida. Cuidado, cuidado con los gritos y con los llantos, con las irsas y los insutltos. Cuidado, querida, con dejarte llevar por la sangre por el borbotón, por el vértigo. El vértigo marea, y no hay marea que no tenga resaca. Ah, resaca es una palabra que huele a domingo por la mañana, a agua pasada. Yo me emborraché con licores caros, con champán francés, con besos en los labios y con la coca, y la heroína y el tabaco que fumas después de desnudarnos. Luego vino el vértigo, la caída, el mareo, la resaca. Dentro de mí hay un pequeño enjambre de abejas que hacen vibrar los dedos cuando toco tu espalda, y me zumban las venas cuando hace calor. Y sudo con ese sudor que parece miel, que brillla y que pega. Nunca lo había dicho, pero desde que respiro por la piel he olvidado respirar por la boca y me ahogo. ¿Comprendes lo que digo? Sí. No. Puede. Hace tiempo que dejé a un lado las respuestas absolutas. Lo absoluto es para aquellos que tienen la certeza de vivir. Y yo no tengo eso. Tengo otra cosa. No es mejor ni peor, simplemente es diferente. Es mi versión terrenal del polvo de estrellas. Es polvo del camino: de subir, bajar, caer, caminar etapa tras etapa y dormir sobre la tierra seca. El que se te pega a la piel y te la cuartea. El que te inunda los pulmones y te impide andar más deprisa hasta que te acostumbras. Y la costumbre ya no es visceral, querida; el polvo de estrellas lo es.

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